I’m gonna buy this place and start a fire

Es la una de la tarde. ¡Por fin llegamos al Cabo de la Vela! No sé por qué antes de iniciar este viaje imaginé que llegar hasta aquí habría de ser mucho más difícil, más duro, más sufrido, que habría que hacer largas caminatas bajo el sol inclemente, cargando las toneladas de equipaje a la espalda. Pero no, las cosas resultaron tan fáciles que en algún momento todo parecía inmerecido.

Un día partí de mi casa y al siguiente ya estaba pisando el Cabo, tan campante, tan ileso en mis energías fundamentales, lo que demuestra una vez más que no siempre el camino del rigor, del esfuerzo y del sacrificio, como algunos nos lo han querido hacer creer, nos acerca a lo que soñamos. El viejo paradigma del merecimiento para alcanzar los objetivos, me parece, ha caducado, al menos para mí.

Finalmente la vida en el Cabo no resultó ser tan costosa como rumoraban las lenguas perversas: 20 litros de agua no potable por 2 mil pesos, apenas para refrescarse la cabeza y quitarle al cuerpo sus salinas en ciernes. Lo único malo, eso sí, es que se recibe una buena señal de movistar, lo que atenta contra el sano propósito de cortar todo tipo de comunicación con la sociedad, y quiera Yahvé que jamás se logre recibir ni un bit de internet, ya que la tecnología aquí es sindicada de intento de asesinato a la clandestinidad y la belleza.

Aquí nada que no sea esencial sobrevive al paisaje, y lo que es ajeno a esta armonía carece de sentido y muere sin dolor ni remordimiento alguno. La soledad, el silencio y el equilibrio hacen que este lugar no se parezca a ningún otro que contenga los mismos elementos de playa, brisa, sol y mar. El Cabo de la Vela es el lugar perfecto para desconectase por completo del mundo superficial que nos agobia en las ciudades, allí el espíritu embriagado de dicha se desprende de lo aparente, de lo efímero, de todo lo innecesario, se desnuda y se desparrama sin pudores.

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Rancherías en el Cabo de la Vela

No es un lugar para descansar ociosamente, o para pensar, ni siquiera para no pensar. Todo pasa por los sentidos que parecieran sacudirse después de un letargo prolongado, pero al mismo tiempo se sufre una especie de lobotomía emocional. Las percepciones se desatan como andanada salvaje, y uno siente que retorna a la misma placenta del cosmos infinito de donde todo nació y ha existido perpetuamente, y en el que la muerte pareciera no existir. Entonces, uno al fin comprende por qué dentro de la ancestral sabiduría indígena se le considera a la Tierra como Madre, y le dan ese estatus de “sagrada”, tan misterioso y extraño a nuestro mundo, tan envilecido como profano.

El día en sí es un espectáculo todo el día, y su duración ya no es de 24 horas sino indefinida. Se asiste como huésped de honor al banquete que ofrecen los astros como consuelo a los mortales: la entrada es un tibio amanecer, el plato fuerte un crepúsculo alucinante, y el postre un encurtido de estrellas; el asiento es en primerísima fila. Y así, el alma extasiada cree haber probado el más exquisito manjar del Universo, reservado únicamente a los inmortales.

En este reino celestial suspendido en el espacio y en el tiempo, al sol se le ha permitido retomar su trono usurpado por los dioses modernos, y uno se convierte de inmediato en su adorador frenético. A la luna también se le ha concedido una gracia, y es la de poder escaparse de noche con su amante secreto, vestida enteramente de negro, manteniéndose así oculta a la vista de los hombres y los peces, y reclamar su lugar en el cielo bien entrada la madrugada, cuando todo es calmo y los pescadores duermen abrazados a sus esposas serenos, para reinstaurar eterna y silenciosamente su régimen matriarcal, bajo la complicidad de sus congéneres wayúu, y sobre la mirada de su amado eterno, ¡el mar!

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El Pilón de Azúcar, o Cerro Kamachi

En plena velada romántica, a la luz del Faro, los molinos de viento encienden sus turbinas y ventilan silenciosos el lecho de los amantes, para que la noche esté siempre fresca a sus pies. Lejos, en el horizonte, se alcanza a ver el resplandor del fuego que arroja toda su pasión, ardiente como una ciudad en llamas.

Pese a saber del compromiso que mantiene de vieja data con el sol, desde que la luna era una lolita, y de su consabido amorío con el mar, ya adulta, Orión, el escudero de la corte, aguarda paciente la llegada de la noctámbula soberana, luciendo con imponencia en el firmamento su cinturón radiante, que alumbra como una antorcha en una cueva el camino a casa a su enamorada.

Cuando amanece y el astro rey despierta solitario en las sábanas de la alcoba conyugal, los rumores de los hombres sobre las andanzas de su milenaria compañera desatan su furia y poco a poco la Tierra se convierte en una hoguera.

Como la soberbia de este sol es tan inmensa al mediodía que no se puede tapar ni con el pulgar de la mano, buscamos resguardo de sus rayos más fieros en una ranchería amplia y cómoda, que alquilamos por 20 mil pesos el día, con inodoro y ducha enchapados, suficiente para reconfortar en el dulce vaivén de una hamaca nuestros pobres cuerpos ya azotados por las brasas.

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Otra perspectiva de Kamachi

El mar de nuestra playa es manso y poco profundo hasta adentrados varios metros, como si no desconfiara de los bañistas, ni de los pescadores, ni mucho menos de los turistas. Y en las tardes, el viento sopla hacia alta mar. Pese a la sobre explotación, es un océano desbordante en vida marina. Las medusas parecen amigables, inofensivas, y por las noches juegan en la orilla como párvulos en la arena.

A hora y media a pie está el Pilón de Azúcar, un ostentoso cerro que se erige en la inmensa llanura como un altar a los dioses. En sus inmediaciones, la arena es una vasta alfombra terracota de finas dunas y conchas, tan hermosa que sería digna de un palacio persa. El mar aquí ya no es tan manso, su oleaje incita al cuerpo a darse un masaje relajante y a despojarse de sus ropas de baño.

Parado en lo más alto de este colosal terrón de azúcar metafórico, soy testigo en directo de la imponencia del paisaje que antes solamente podía disfrutar a través de fotografías, las que meses atrás, quizás años, me habían hecho una invitación voluptuosa para venir. No contento con los registros que hace la retina de mi ojo, tomo algunas impresiones con el lente de una vieja cámara fotográfica, para que también formen parte de este recuerdo. Por fortuna, mi cámara es análoga y no muy versátil, por eso las mejores instantáneas son captadas por el ojo de mi alma Rolleiflex y quedarán montadas para siempre en la galería holográfica de mi cerebro.

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