Sin distancia y sin recuerdo en las arenas de esta soledad

De Bucaramanga partí con 300 mil pesos, 40 kilos de comida, mis cuatro amigos, y un tobillo tronchado. Ya en Uribia, la pinta y el morral delatan nuestra condición de foráneos. El acento cachaco confirma que venimos de tierras lejanas y poco conocidas por estos lares. De inmediato se acercan varios hombres a ofrecernos su transporte. Es evidente que vamos para el Cabo de la Vela, no hace falta preguntarlo. Nos piden 12 mil pesos por persona. Ofrecemos 8 mil. El día ha estado pesado para los transportadores: hay poco turista: es temporada baja. El trato se cierra en 10 mil y el ayudante empieza a subir el equipaje en el techo de la 4X4, que queda repleto al instante.

El cupo se llena con cuatro personas más, y partimos. En total somos diez calaveras sonrientes rumbo al Cabo de la Vida. Casi son las 12 del día, y la cabina de la camioneta casi está al rojo vivo. Mikely, el conductor, enciende el aire acondicionado para tratar de sofocar el calor, pero la temperatura es tan alta que apenas alcanza para tibiar un par de moléculas de oxigeno. Estamos a 60 Km del Cabo de la Vela, más o menos, no más de 2 horas tardaremos en llegar.

CT08 272 2
El suelo del desierto de la Guajira

Mikely conoce el camino como su casa, y podría cruzar el desierto hasta de noche. Es un guajiro de mil batallas. Yo diría que se defiende en el desierto mejor que un legionario romano.

Las dos horas se habrían hecho eternas si no es por doña Julia, una costeña conversadora y de buen talante, chévere, como suelen ser las mujeres de esta región colombiana, quien nos amenizó el trayecto con sus apuntes disparatados, riéndose conmigo y mis amigos, y qué diablos, digámoslo, a costillas mías también.

Al final de la faena la dama quedó encantada con mi nobleza y mi modestia de coliflor, tanto que me ofreció su casa en Gaira, cerca del Rodadero, para que nos quedáramos unos días con mis amigos. Yo agradezco a doña Julia su generosidad desinteresada. Doña Julia sonríe y me da su número celular. Acto seguido mis amigos me inventan un romance con doña Julia. Para pasar el bochorno, bebo un trago helado de Sarareña. Mi pesadilla apenas empieza…

CT08 284 2
Vista de Playa Dorada, en el Cabo de la Vela

Aquí adentro el calor es espantoso. El aire se respira espeso. Parece una lata de salchichas al baño de María. O de Julia. Da igual. El camino casi en su totalidad es destapado, y por el vidrio empolvado del parabrisas se ven desfilar familias numerosas, hombres y niños torsidesnudos abrasados por el sol, mujeres y niñas cubiertas hasta los tobillos por mantas multicolores, arbustos que crecen desesperadamente en todas direcciones buscando el rastro de alguna sombra mínima, manadas de chivos raquíticos, tormentas de arena: es el desierto de la Guajira que nos da su bienvenida.

A lo lejos se observa un brillo en el suelo, juraría que es una extensión inmensa de agua, tal vez un oasis en medio del desierto. Mikely nos explica que es un espejismo, y que es común apreciarlo a estas horas del día. No es más que un simple fenómeno de reflexión de la luz solar que se proyecta a distancia por los cambios de densidad del aire debido a la temperatura, digo a mis adentros para no entrar en controversias tontas con el guía. Es la primera vez que veo uno, y parece tan real que mi optimismo, o mi escepticismo, en un caso de sed alucinante, me habría llevado cuando menos a la locura.

Poco a poco el vehículo va dejando sus pasajeros en el camino. En algún punto del desierto se han bajado los demás. A doña Julia, que abandona la expedición unos metros adelante, digo adiós. Mikely, mis compañeros y yo somos los únicos a bordo.

Anterior | Siguiente