Crónica de viaje: Bogotá

“Bogotá es el infierno y es el paraíso”.

Me encuentro a solo 24 kilómetros de Bogotá, en La Calera, la última estación de mi primer viaje en bicicleta.

El día comienza con un buen augurio: Nairo Quintana acaba de ganar la crono escalada y se perfila como el gran campeón del Giro de Italia, un hecho histórico para el ciclismo colombiano.

Yo no competiré contra el reloj: tengo todo el día para hacer mi entrada triunfal a la capital. Mi mejor “gloria” será llegar sano y salvo. Estoy que me pedaleo, siento algo de ansiedad.

Son casi las dos de la tarde. Me alisto para los últimos kilómetros de esta gran aventura. El día está entre opaco y soleado: es el clima de por acá.  Solo espero que un aguacero no encharque mi sueño de conquistar hoy a Bogotá. Arranco.

Me asusta un poco la idea de entrar a esta ciudad: su ritmo frenético, los carros, la gente, el smog, la inseguridad que muestran las noticias… Es un sentimiento extraño porque hasta ese momento no había sentido algo similar, ni en las noches más oscuras, ni ante las montañas más colosales, ¡ni con los ladridos de las fieras caninas que me salieron al paso en medio del monte!

En el fondo me siento contento de saber que hice una buena elección al preferir llegar por los cerros orientales y no por la Autopista Norte, como normalmente ocurre cuando uno viaja en otros medios de transporte. Creo que no hubiera aguantado semejante voltaje.

Llego al Alto de Patios en menos de una hora. Estoy bien de tiempo. Me esperan a eso de las cinco de la tarde en el centro de la ciudad. A ese ritmo calculo que llegaré más temprano de lo acordado.

Tomo un descanso en una tienda cercana al peaje, para hacer algo de tiempo. Desde allí se ve un gran letrero que dice “Bienvenido a Bogotá”, al lado una señal de bicicletas y otro aviso invitando a los conductores a tener precaución con los ciclistas. Me tranquiliza saber que estoy en las puertas de la ‘Ámsterdam sudamericana’.

Qué raro, en lo que llevo sentado comiendo algo y escuchando a Juanes cantar una canción de amor, que automáticamente suena en la rockola mientras una pareja discute en una de las mesas contiguas a mi lugar, no veo pasar a un solo ciclista. Supongo que a esa hora ya nadie sube a Patios.

Reanudo la marcha con la panorámica de una súper metrópoli, el monstruo de ciudad. Mi corazón se siente emocionado.

El descenso vertiginoso hace que deba concentrarme en el camino. De otra manera terminaré besando el pavimento. Es que hasta para eso la bicicleta es buena: hace que estés presente en el aquí y en el ahora, con todo tu ser.

Me detengo en uno de los tantos miradores que hay sobre la vía para asimilar lentamente la ciudad que tengo ante mis ojos. No es la primera vez que la visito, pero será tal vez la más significativa.

La vista es hermosa y abrumadora al mismo tiempo. Una urbe sin límites por donde quiera que se le mire. A gran distancia se percibe la complejidad de esta la tierra de las oportunidades. Como dijo el escritor, Bogotá es el infierno y el paraíso.

Con el decorado de un despejado cielo azul, la ciudad me da la bienvenida en plena carrera séptima con calle 84. Mientras una fila interminable de carros espera en la luz roja, tomo posición para arrancar en ventaja en busca de la ciclorruta más próxima, como por instinto de supervivencia ciclista.

Cojo la carrera 11 hacia el sur. Ya son las cuatro y quince de la tarde. Por un momento me olvido del reloj y del odómetro. Siento el corazón palpitar de emoción, y el cansancio acumulado de los días parece haberse esfumado.

A medida que avanzo, Bogotá deja de serme extraña y se convierte en un lugar tan familiar como mi natal Bucaramanga. Las calles se ven limpias y ordenadas; me encuentro con un aparente orden y una calma sospechosa. Pero sobretodo me cuesta creer que sea respetado y tenido en cuenta en las calles como ciclista.  Pienso qué magnífica es esta ciudad.

Como un ser invisible paso por entre peatones despistados, vendedores ambulantes y ciclistas que también van por la ciclorruta, ahora de la carrera 13. La ciudad ignora mi presencia: aquí soy un migrante más, una cifra más, un cicloturista más. Todo lo opuesto a las miradas de curiosidad que despertaba cuando llegaba a los pueblos.

Pareciera que nada sacara de su mundo a estos citadinos, que nada les perturbara. La verdad, a mí tampoco nada me saca de mi dicha: me siento amo y señor de este lugar.

La felicidad de lograr el objetivo de llegar a Bogotá en bicicleta en un viaje que inició 23 días atrás, contrasta con la nostalgia de estar dando prácticamente por terminada mi aventura. Es como el sol y la lluvia que a diario conviven en el paisaje capitalino.

Luego de tres horas, llego a mi destino por una carrera séptima peatonalizada, que es como un oasis en esta selva de cemento. Allí me recibe un carnaval improvisado de músicos, bailarines y transeúntes que sin querer hacen parte de esta coreografía que disimula la lluvia, sigilosa directora del espectáculo.

El imponente cerro de Monserrate me dice en secreto que bajo este cielo viviré los mejores días, los más intensos, casi como fueron todos los de esta aventura, pero que también renovaré mis fuerzas para emprender un nuevo viaje. Aquellas montañas prometen que me aguardan los momentos más vívidos, los más increíbles, tanto como es esta ciudad.

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